El gran apagón: Un Guernica Cubano

Cuba: libertad y responsabilidad. Desafíos y proyectos

Ya sabemos que no hay dos obras iguales, ni hombres similares, ni puras coincidencias estéticas o históricas. También sé que toda comparación es molesta, inexacta, arriesgada. Pero no he podido librarme de una intuición, aún más, de una insinuación, persistente e imposible de alejar. No ha servido de nada que me repita, una y otra vez, que no sé nada de pintura, que no tengo experiencia en estas lides estéticas, que mejor dejarlo a quienes crean, o reciclan celosamente, la llamada crítica especializada. En fin, he pensado que no soy especialista, lo que en el mundo artístico casi me atrevería a sospechar que equivale a decir que soy un simple mortal, alejado de toda iluminación valedera en el ámbito de esta creación. Todo esto es verdad, pero toda razón ha sido en vano. Se ha impuesto la premonición, el barrunto, la necesidad de decir lo que siento, como simple ciudadano, sobre «El Gran Apagón» de Pedro Pablo Oliva.

El Grán Apagón, 1994

Comencé a aprehender esta apreciación una noche de 1995 en la Galería de Artes Plásticas de Pinar del Río. Era la primera presentación del gigantesco cuadro de Oliva. El autor sorteaba el inevitable embarazo de todo creador cuando le piden «explicar» una obra. Hoy le he oído, para mi dicha y mayor inquietud, más de diez «explicaciones» sobre el «apagón», todas distintas pero iguales en fidelidad a la intención. Todas matizadas de humor y cierta ironía sabrosa y criolla, que no despintan al cubano de cepa. Todas iban a lo esencial de la vivencia y venían casi ayunas de datos técnicos. Eso me ha incitado. Me puedo acercar- constaté- no es terreno «sagrado», ni tema excluyente. Descubrí entonces, que no sin cierta ingenua «devoción», había «peregrinado» hasta «El Gran Apagón» como quien se acerca a un santuario.

Revisé la ortodoxia de tal «reverencia estética» y no pude tampoco zafarme del hechizo sincrético. Era peregrinar hasta un fragmento del corazón de Cuba, y eso es sagrado. Era una mezcla de respeto al hecho, de admiración por el espejo, de veneración ante la intención, y lo duro de la circunstancia que se me imponía del tamaño de una pared. Testimonio y profecía. Belleza y dolor. Encierro del túnel y verde de esperanza. Acoso de ojos y luz sobre la soberanía. Lobo, paloma y quinqué.

Como quien se inclina ante Cuba, como quien calla, por la inutilidad de palabras y poses, ante la madre que sufre. Como quien no quiere entender con la cabeza y siente sin escapatoria. Como quien quisiera que no hubiera ocurrido y vive el orgullo-pavor de la supervivencia. Como quien sabe, más bien, presiente, que la muerte no será la última palabra, así me acerqué a esta obra de Pedro Pablo Oliva.

Así me seguí compenetrando con «El Gran Apagón» y un día, sin esperarlo, cae en mis manos un catálogo con una breve reseña de Pablo Picasso y al detener, una vez más, mi vista sobre el «Guernica» encontré un cierto paralelo, una cierta comunión de intenciones y signos, un atisbo de coincidencias y diferencias. Me dije: «El Gran Apagón» es el «Guernica» de Cuba. Y acallé hasta que pude ese atrevimiento. Pero asentado el presentimiento y puesto a buscar razones, un día lo dije al autor y a su carismática hija. El primero sonrió con una mezcla de asombro y duda, la segunda incisiva y prudente, como buena sicóloga, hizo la pregunta de rigor: ¿por qué?

Me acerco ahora a la respuesta, diciendo siempre que es sólo una intuición.

Ambas obras reflejan un momento duro, de incertidumbre, muerte de personas y épocas. Ambos son «documentos», testimonios y archivos, del sufrimiento de dos pueblos. Por supuesto que por causas diferentes, uno por una guerra cruenta, el otro por la guerra fría, uno a causa de un bombardeo de bombas extranjeras en 1937 en el marco de un desastre llamado guerra civil; el otro, a consecuencia de un bombardeo de circunstancias que se agolparon en un período llamado «especial» no exento de presiones e influencias venidas de fuera: caídas y embargos, desaparición de mercados y subsidios, amenazas a la supervivencia.

«Guernica» apareció en el pabellón español de la Exposición Universal de 1937, la opinión pública internacional lo ha considerado «la mayor pintura trágica del siglo XX». Era el grito de un pequeño poblado vasco escuchado por la genialidad de un artista comprometido con su tiempo. Desde una pequeña casa de familia guajira en Pinar del Río, sobre el suelo, se fue desenrollando, porque no había «espacio», un lienzo de verdades que nace gracias a la tenacidad imparable de otra genialidad criolla, e igualmente comprometida con su tiempo. Va apareciendo, sin previo aviso, un túnel de peligros y dolores, de huidas e incertidumbres, de dolor y vacíos. Era uno de los momentos más trágicos de nuestra historia patria.

Creo que ambos autores han querido dejar plasmados y acuciantes, avizores y, en cierto sentido, molestos, estos dos momentos del devenir de sus pueblos, con un amor tan grande a sus esencias e historias que no han podido quedar inermes ante su sufrimiento. Creo que esta es la «coincidencia» fundamental. Lo otro es rasgo, símbolo discutible, apreciación subjetiva y por ello no menos real, pero perteneciente al reino del espíritu, gracias a Dios, tan libre e inasible, como inefable.

En ambos óleos hay oscuridad y un solo haz de luz venido de la pequeña llama de un quinqué. Ya sabemos que la luz verdadera es siempre así, pequeña, penetrante, fecunda desde adentro, pero débil en su primer gemido. Como cuando pare una mujer para dar «a luz» una criatura nueva.

En ambos hay animales amenazantes y sombríos, cuyas fauces no sabemos bien si están abiertas de dolor o de crueldad. En el «Guernica» un toro que para Picasso es símbolo de «la brutalidad y la oscuridad». En el «Apagón» es un lobo gigantesco salido también de la oscuridad. En el primero, tan cerca de la pequeña luz como pudo, campea el caballo herido que para el autor representa al pueblo español. En el Oliva, debajo exacto del único haz de luz, una tribuna, vacía y expectante. Sólo la llenan, la cubren, son su misma estructura, las franjas y la estrella solitaria: es el símbolo de la nación cubana, eso sí, no sola, sino rodeada de hombres que, sin duda, han marcado, de alguna manera, la historia del país.

También hay hombres y mujeres sencillos, pero no anónimos, que cubren casi toda la superficie y que, a medida que se alejan, sufren. Otros perecen ahogados entre las olas de un cuño casi al margen; otros sobreviven, como aquel impresionante y pequeño hombre que hace equilibrios sobre el filo de una pértiga de riesgos, acosado por izquierda y derecha en lo más alto de la oquedad del túnel. Otros «hombre-citos», pequeños de alma y de entrega, flotan sobre frutas jugosas o bajo sombrillas en el aire, como si adornasen los márgenes de la obra. Se evaden por dentro, no ponen sus pies en la tierra, se desentienden del dolor y del túnel, creen que están fuera de él y fuera del desgarramiento y el sacrificio. Están muertos de oportunismo y fríos de solidaridad. Van solos; o, por lo menos, así los veo yo.

En el Picasso, las figuras planas, simples, no andan solas, yacen en amasijo de pueblo masacrado. Los agudos ángulos contrastan con las curvas de Oliva, pero el dolor no es geométrico. En blanco y gris, en negro y luz, las de Picasso; en verdes y amarillos, rojos y azules las de Oliva, porque la vida es así, de polícroma y contrastante. En Picasso se ve la herida por fuera. En Oliva va por dentro. Pero en ambos el desgarrón. Con la sobriedad, casi descarnada del país vasco en uno, con la exhuberancia caribeña y tropical en el otro; pero, quién dijo que el sufrimiento tiene latitudes.

Ver bajo la geometría de las formas, auscultar bajo la piel multicolor de la vida, curar la herida donde esté y descubrir la esencia del hombre sin los límites de meridianos, es poder leer del arte el mensaje de humanidad. Eso he experimentado al escuchar a Oliva y es mi mejor recomendación para los que se acerquen a «El Gran Apagón».

 

Una última apreciación y un deseo

 

El túnel de Oliva tiene salida y la muerte no tendrá la última palabra. También en el «Guernica» quiero ver, desde abajo del triángulo de luz y de la pata del caballo que representa al pueblo, casi imperceptible en medio de tanto horror, cómo se yergue, trémula pero vivaz, una pequeña flor que nace del brazo herido y de la espada quebrada.

Para mí, lo que en Picasso es detalle de resurrección, en Oliva es atmósfera rediviva. Creo ver, en el verde predominante del apagón, que la esperanza es más fuerte que el caos y la sombra. Este óleo-insignia de la espiritualidad de Pedro Pablo destila por las grietas del túnel, profusión de espacio y de vida. Creo que no podría ser de otra manera conociendo la discreta y exuberante fuerza interior del autor, es decir, su mística cubanísima. Ya sabemos que ni en los peores momentos, los cubanos nos hemos dejado arrancar el humor y la esperanza. Quizá de aquí brote la gran capacidad de recuperación de nuestro pueblo. «El gran apagón» es el certificado, «acuñado» por la vida real, de que Cuba seguirá fiel a la luz y a la vida, al color y a la diversidad, al riesgo y al movimiento, aunque este sea sobre el filo de una pértiga acosada de peligros, pero en lo alto de la existencia que nos sugiere la estatura que tiene la dignidad.

Por esto, y porque comparto con Oliva el arraigo y el gran amor y respeto por el pueblo de Pinar del Río, expreso el deseo de que «El Gran Apagón» no se vaya de aquí. Hay que buscar el lugar apropiado. Quizá pudiera estar en ese proyecto de museo de las artes plásticas que es digna iniciativa que adeudábamos con los creadores de estos lares.

Que «El Gran Apagón» permanezca en la tierra verde y fértil donde nació desenrollado como un libro del Pentateuco, mezcla del Génesis y del Éxodo, de la mano de un guajiro universal, porque Pinar del Río merece tener este documento de riesgo y esperanza. No sólo porque enriquece su patrimonio artístico, ya fecundo, sino porque puede ser meca y santuario de cuantos vienen buscando la esencia de la humanidad, la nobleza de Vueltabajo y el carisma identificativo del color local. Eso sí, que sea sin localismos ni chovinismos, pero con un gran sentido de pertenencia. El «apagón» abre esta pequeña ciudad a la universalidad y salva a esta de los lobos de la globalización.

Por eso creo que «El Gran Apagón», de Pedro Pablo Oliva, vislumbra la luz al final del túnel y puede encender, dentro de todo el que lo admira, el quinqué de la esperanza.

8 de Abril de 2001

En el 28 aniversario de la muerte de Picasso.

Dagoberto Valdés

Dagoberto Valdés

Ensayista