Las paradojas inconclusas de Pedro Pablo Oliva

Réplica21. 2000-2006

Es cierto porque es imposible
Tertuliano

Pedro Pablo Oliva irrumpe en la plástica cubana en la década del setenta. Eran tiempos difíciles donde el llamado «Caso Padilla» atizó las diferencias que imperaban en la intelectualidad insular con relación al dogma socialista de asumir al artista como imprescindible «combustible social». Afortunadamente, nadie le pidió los ojos ni las manos al joven egresado de la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán en la que se formaron artistas como Tomás Sánchez, Roberto Fabelo, Flavio Garciandía o Eduardo Ponjuán. Suerte que tampoco lo deslumbró el arribismo de replegarse a los parámetros instaurados. Desde los inicios y hasta el presente, Oliva se ha empeñado en visualizar un hallazgo del poeta cubano Nicolás Guillén: «ser local es la mejor manera de ser universal».

Salir a flote en medio de radicalismos e intransigencias consiguió despertar en Oliva una necesidad de perseguir el equilibrio. Muchos seguidores de su obra valoran dicha búsqueda como el factor esencial de su devenir artístico. Así intentó conciliar el expresionismo rebelde de Antonia Eiriz y el surrealismo de Chagall y Magritte. Ello sin obviar las elecciones poéticas de paradigmas de la vanguardia cubana: el lirismo épico de Servando Cabrera Moreno y la vena satírica del también pintor y dibujante humorístico Eduardo Abela. Reconocidas o reconocibles, la huella de los maestros encontró un refugio en la impronta ética que caracterizaría su trayectoria: ser un cronista de su tiempo dispuesto a burlar las trampas de los vaivenes políticos y, más que nada, conservar el privilegio de soñar recorriendo un terreno movedizo.

Contrario a suposiciones-cliché, Pedro Pablo nunca resulta ambiguo. Más bien lo asiste una dualidad poético-política que lo induce a colocar la apertura simbólica de la situación por encima de la clausura del relato. Por lo que «el fin justifica los medios» (aunque no los modos) en un contexto poético. Al violentar el principio de la definición política, este termina siendo una premisa tan cuestionable como inútil. Ángel o demonio, culpable o inocente, se trata de un hombre que asegura hacer arte convencido de que nadie tiene derecho a pronunciar la última palabra bajo ninguna circunstancia. Quizá esta constituya su única y perenne herejía.

Deformados por la realidad de los sueños o las pesadillas, los personajes de Oliva se contraen agobiados por la calma. Ellos representan la épica cotidiana de una aventura imposible, donde la ternura se revierte en tristeza sin medios para sublimarla. Desde una siesta compartida en un sillón de mimbre hasta la pareja condenada a vivir eternamente con una piedra en la cabeza, se percibe la quietud física como símbolo del tormento existencial. En un dibujo de la serie Papeles Nocturnos (2001) aparece una criatura rendida, aunque la paradoja que encierra su propio título (Juegos) sugiere que esta muchacha apenas logra salir de la realidad mientras duerme.

Pedro Pablo no oculta la fórmula de su proceso creativo. En todo caso lo revela para que los espectadores consuman su propuesta sin que lleguen a sospechar fraudes procesuales. El pintor sostiene que los conflictos que emanan del contexto le facilitan variar la realización de series en forma y contenido. Sucesos como el éxodo de balseros hacia las costas de La Florida o la construcción de túneles-refugio para la guerra de todo el pueblo, le permiten articular un recuento del caos insular. Sin embargo, Oliva aborda estos tópicos como quien palpa la desnudez allí donde otros vislumbran el ropaje de los simulacros.

Navegantes es una serie basada en una operación delicada: emplear el humor cuando la tragedia implica la comedia de quienes tientan al destino sin acatar la magnitud de las consecuencias. Puede ser este el motivo de achicar la figuración ante el temor de lograr un dramatismo espectacular mediante una escala desmesurada de las piezas. Porque en el hecho de representar una familia remando en una libreta de abastecimiento o en una caja fósforos, el complejo de impotencia subvierte el impacto chistoso de la imagen. Es decir, que el espectador atento piensa más en las consecuencias de un naufragio en tierra firme antes que planear una travesía marítima en un artefacto improvisado.

Al reducir la contingencia social al absurdo, el artista parece destinado a cumplir una tarea lamentable: suavizar la desgracia mediante la parodia. Tal vez pretendió sugerir que nada es más vergonzante como reírse de las desgracias que asedian a los humanos. Darle término a esta serie pudo devolverle la tranquilidad a Pedro Pablo Oliva. Solo así estaría al margen de verse especulando con las secuelas del dolor ajeno. Era preferible recrear escenas bucólicas de ese tedio doméstico como signo de renuncia.

El complejo de ciudad sitiada encuentra su expresión en la serie Los refugios, inspirada en los túneles populares. Esa «ciudadela bajo tierra», concebida para una repentina agresión enemiga, indica que Oliva prefiere registrar los «momentos de crisis» en lugar de la «crisis terminal». Aquí se verifica el esfuerzo por imprimirle simbolismo a la descripción de un fenómeno local. No se intenta traducir pictóricamente los accidentes sociopolíticos que estremecen al país, sino de tocar las «zonas vulnerables» de la resistencia como ficción hegemónica transformada en realidad social.

Ese afán de abarcar fisuras, delirios y frustraciones deriva en esas «acumulaciones anárquicas» que conducen a la ejecución de una pieza emblemática. Así, una concatenación de espacios y tiempos sombríos, propició una de las «oscuras iluminaciones» del arte facturado en Cuba durante las últimas décadas.

En El Gran Apagón la tragicomedia insular se agolpa en un túnel donde todo encuentra un sitio para detenerse excepto la dicha de olvidar las penas. Lo agónico se desentiende de lo lúdico y la esperanza frunce el ceño. Dagoberto Valdés ha comparado este retablo de anhelos y frustraciones con el Guernica de Picasso. Según observa el líder católico: «En Picasso se ve la herida por fuera. En Oliva va por dentro». Disuelto en la nada del hombre común o recluido en el mutismo de su conciencia crítica, Pedro Pablo Oliva se abstiene de juzgar ese «Período especial en tiempo de paz» que siguió al derrumbe del campo socialista. Entonces termina por relatar un desencuentro de absurdas confluencias, donde coinciden la tribuna vacía y palabras que faltan, el asombro de Martí y la impostura de nombrarlo sin remordimiento.

El Gran Apagón (1994-95) entroniza un paisaje confuso después de la utopía. Ya las palmas no son novias que esperan ni las movilizaciones populares el “vivo ejemplo” de que «en la unión está la fuerza». A falta de luz, se vuelve complicado distinguir la naturaleza y el hombre. «Se ha perdido algo que no conseguimos ver». Ese parece ser el aullido de un refugio poblado de almas desposeídas de esa luz interior que le resta importancia al fulgor que descubre los obstáculos visibles.

Cuando se habla de equilibrio en la obra de Oliva, debemos referirnos a un equilibrio doloroso. De otro modo, no sería posible marcar los rasgos psicológicos que caracterizan a los personajes con los ojos cerrados: la frialdad ante los estragos de la manipulación política y la obstinación de los perdedores sociales. Pero estos contrastes tienen algo en común: un aire provinciano que recrea un antagonismo universal.

Cierto día el pintor intuyó que el muro del malecón era un lugar ideal para esbozar las claves de La Habana oculta en el bullicio de noches sin sueños. A pesar de que el espacio provoca una visión hacia el exterior, se procura activar una reflexión acerca de la insularidad hacia dentro. Ello no impide que el mar aparezca como «una promesa incumplida» en la configuración de una imagen. Pero el detonante de las historias reside en el trasfondo de una soledad compartida entre paredes invisibles.

Alegrías y tristezas del Malecón (2006) es una serie en que diversos objetos acompañan a los cuadros. Desde un farol chino hasta una bandera cubana, prevalece el interés por fusionar los símbolos de la sobrevivencia con una inquietud pop deudora de las pinturas combinadas que implementaron Robert Rauschenberg y Jasper Johns en los cincuenta.

Negado a reproducir estampas turísticas de las veladas frente al mar, Pedro Pablo Oliva se inclinó por conformar escenas de una complejidad filosófica que desconcertaría a sus modelos de referencia. En este sentido, lo típico sucumbe ante una dimensión arquetípica que lo trasciende, manipulación que denota un interés por superar el realismo sucio del cual se nutre para garantizar un mínimo de veracidad.

El tema de la culpa y la patria reaparece en un lienzo de la serie Alegrías y tristezas delMalecón. Sentado en el muro habanero, un hombre desnudo mira hacia el horizonte escoltado por una bandera cubana. Mientras, un lagarto rojo, azul y blanco repta por su espalda. Un detalle curioso se detecta en el falo del personaje: éste no es más que un trozo de soga hecho un nudo. El arquetipo del macho cubano se equipara a la inutilidad viril que impide hacer diana en el centro de las ambiciones de un «hombre a todo».

Convertido en un impedido erótico-político, al hombre desnudo lo paraliza un motivo inexplicable que lo priva del derecho a la traición. Por lo que solo le resta sacudirse el lagarto de la espalda y saltar del muro para desaparecer en las aguas sin enfrentar al más allá que presuntamente lo interroga.

Los personajes de Pedro Pablo Oliva sufren los embates de una culpa fantasma que evoca una sentencia de León Trotsky: “Esperar es un crimen”. Por mucha que sea la inconformidad de los sujetos de la historia, estos no se revelarían contra los responsables de las disfunciones políticas. Estas escenas configuran una especie de alterego de su creador: una sensibilidad donde la humildad y la soberbia entablan una porfía mental cuyo desenlace incluye su misma falta de solución.

Uno de los riesgos que asume este trayecto pictórico se observa en la defensa de géneros estimados menores en la nomenclatura del «gran arte»: el costumbrismo y la historieta. En este aspecto, unos podrían cuestionarle al pintor un acomodo a viejas tradiciones. En cambio, otros justificarían que recrea un costumbrismo donde lo onírico se impone a lo realista. También sería válido asociar las fantasías de Pedro Pablo al realismo mágico que suele desbordar las novelas de Gabriel García Márquez. De la misma forma, habría que considerar la presencia del humor gráfico despojado de sus clichés habituales como el uso de los globos de texto y las secuencias que se encargan de completar una historia.

La contención humorística se manifiesta en el propósito de armonizar historieta, caricatura y épica. Solo que el fin de cada ocurrencia es la vía para arribar al comienzo de un mundo alucinante que no se repliega a los géneros elegidos. Al fundirse los medios y los fines, la imagen dominante es un espacio-tiempo sumido en una picaresca carente de protagonismos establecidos.

Un rasgo distintivo radica en la ausencia del choteo cubano y su galería de falsas subversiones. Al potenciar la sátira política en detrimento de la morcilla criolla, Pedro Pablo se inclina por una «introspección cuestionadora» que lo vincula al legado de esas «sombrías transparencias» que encarnaron en la década del setenta Antonia Eiriz y Chago Armada.

Pero si en Antonia se escamotea el rostro omnipresente del poder hasta llevarlo al límite de su propia abstracción, en Oliva se muestra con una transparencia figurativa que oscila entre el sarcasmo y el perdón. Lo que resulta un desafío es determinar hacia dónde se inclina la balanza que contiene una porción mayor o menor de ironía.

Al miniaturizar el vacío textual de las condecoraciones o reproducir una tabla de planchar que simboliza un funcionario destituido de su cargo, Pedro Pablo mantiene su posición de voyeur cazador de pretextos para urdir fábulas. La disidencia que algunos le atribuyen es otra ficción que ayuda a otorgarle la categoría de problema. Pero sin estas divergencias sería imposible construir un mito a partir de ciertas actitudes de recogimiento. Singularidad que reivindica una tentativa propia de una cultura de resistencia: Ser un problema orgulloso de Ser.

Lo que llama la atención de este proceder reside en la facilidad de ese desdoblamiento que permite abordar una personalidad o asunto con una dosis similar de candidez o ironía. ¿Será que para Oliva la pintura como idea es un estado de ánimo vertido en formas y colores en que lo monstruoso consiste en llevar la ternura hasta el absurdo? ¿Será que habrá alcanzado liberarse del rencor y la culpa?

La visita del Papa Juan Pablo II a Cuba en 1998 tuvo un impacto profundo en el clima político y espiritual de la Isla. Con este suceso que se extendió durante cinco días, lo local se hizo universal y la “ilusión lírica” como ombligo del mundo cobró una efímera pero auténtica razón de ser. Pedro Pablo Oliva no quiso pasar por alto éste performance humanista donde la suma de fragmentos se concentró en la totalidad de creyentes y no creyentes que reverenciaron al sumo pontífice. Otra vez el pintor se encerró en su ostra para realizar un fresco que emulara sin calcar los contrapuntos visibles en El Gran Apagón.

El inconcluso milagro del pan y los peces (1998-2000) propone una multiplicidad de planos inmersos en una paradoja de luces y sombras, donde el anhelo de transparencia equivale a la dificultad de atraparla desde la caverna de la irracionalidad humana. Cercanos pero distantes, cada personaje aparenta reposar en celdas virtuales donde los vigilantes resultan los miedos y prejuicios humanos. A pesar de que se consigue identificar a los personajes, estos no ostentan una superioridad jerárquica. El ambiente que las rodea es la pelea de la historia contra la Historia (o contra la histeria, quién sabe). Los iconos-leyendas solo proyectan esa luz del imposible que, inmersos en la atmósfera de un barroquismo tropical, nos trasladan al desasosiego de El Gran Apagón.

Este cuadro, paradójicamente inconcluso como toda la obra de Pedro Pablo, abarca la locura del mundo vista como una marioneta que le han cortado los hilos. ¿Qué significa arriesgar? ¿Qué implica claudicar? Lo que molesta de la pieza es el trueque de la elocuencia en capas de silencio. Ante la presencia de un tríptico reposando en la pared de una casa del occidente de la Isla, imaginamos al pintor evocando un credo martiano que late en su milagro del pan y los peces: «Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz».

La ambición de este vía crucis consiste en una persecución de la luz de quien se abstiene de tomar partido por nada ni por nadie. El credo humanista del artesano que piensa se inscribe allí donde prefiere mantenerse alejado de las orillas políticas. Ni los buenos ni los malos son los protagonistas de una epopeya antiheroica que no ingresará en los anales de la Historia. ¿Quiénes tienen la razón? ¿Quiénes están equivocados? De pretender buscarle una respuesta a tantas preguntas, acabaríamos recordando a José Martí cuando alertó: «Los hombres pierden la mejor sangre de sus venas haciendo política».

Diversos intelectuales latinoamericanos se han consagrado a la tarea de acortar la distancia entre la poesía y la política. Desde Pablo Neruda hasta Octavio Paz,el saldo de esta quimera ha exacerbado el vicio de la “casuística ideológica”agazapada tras el maquillaje humanista. La mueca de Pedro Pablo consiste en darle un espaldarazo a esos virajes que se divorcian de lo artístico. En este sentido, la única lealtad perdonable sería abrazar una convicción del ensayista cubano Cintio Vitier: «La poesía es lo que nunca fracasa».

A propósito de la herencia brechtiana, Roland Barthes reconocía su actualidad aunque no estuviera de moda ni haya podido penetrar aún en el campo axiomático de la vanguardia. De manera similar, pudiéramos referirnos a Pedro Pablo Oliva como uno de nuestros contemporáneos. Pero solo se toleraría esta creencia a pesar de todo y de todos. Para ello haría falta cruzar el puente que dejaría atrás un repertorio de esnobismos, sospechas y autoritarismos. Una carga tan pesada como la levedad con que el pintor toma un pincel y desahoga sobre la tela sus dudas y certezas sin nombres ni apellidos.

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Héctor Antón Castillo

Héctor Antón Castillo

Crítico de Arte