Pedro Pablo Oliva: ese provocador irredimible
Catálogo exposición En Cuerpo y Alma, Centro de Arte Contemporáneo Wilfredo Lam, 2017
La utopía está en el horizonte.
Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.
¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.
Eduardo Galeano
Siempre he preferido la historia que narra el arte. Con la otra me disgrego constantemente diseccionando los estragos de la perspectiva. La obra de arte proclama su punto de vista individual desde el primer contacto. Nos muestra una realidad mediatizada, inducida, transmutada por el genio creador que involucra su experiencia –y muchas veces su propia vida– en la presunción de transformar, o al menos transfigurar la percepción de la realidad. Seguramente esta visión será imprecisa, pero se infiltra de manera natural en la capacidad intelectiva y propicia un acercamiento más descarnado, límpido, casi siempre provocador.
Pedro Pablo Oliva ha perseverado en el oficio de cronista de su circunstancia y de su tiempo. Desde los muy lejanos setenta nos ha entregado un retrato que trasciende lo anecdótico para conformar un universo de profundas repercusiones, de visiones fractales y de ondas revelaciones simbólicas. A través de un lirismo desafiante, pletórico de aguzada ironía, asume el conflicto del ser humano y ahonda en las grandes disyuntivas que atormentan a sus contemporáneos: lealtad, tolerancia, estatura moral, relaciones de dependencia… resultan variables de la conducta social que se emparentan, en su trabajo, con otros registros más personales, donde también el artista ha querido ahondar. Apunta entonces hacia la indiferencia, el desconcierto o la lujuria a través de personajes anclados a lo cotidiano, pero a su vez levitando tras un ligerísimo soplo de lo eterno.
Durante los últimos años, la voluntad narrativa que caracteriza su trabajo ha transitado desde la pintura, el dibujo y la ilustración hasta encontrar en lo tridimensional una nueva forma de corporizarse. Desde sus Trofeos de Guerra –ensamblajes que apelaban a lo trágico y lo moralizante– ha evolucionado a un tipo de operatoria que se empeña en liberar a sus eternos personajes del opresivo espacio de lo bidimensional para conferirles el don de lo volumétrico, dilatando no solo la materia, sino, en la misma proporción, multiplicando las situaciones y trastocando los roles en nuevas e infinitas permutaciones. Entonces, y a partir de Nueva historia para Caperucita Roja, realizada a inicios de los dos mil, criolliza un cuento clásico de la literatura infantil y sorprende al público con un impecable dominio de las técnicas del modelado en barro. Se desata entonces su fabuloso imaginario en una nueva dimensión. Se condensan los relatos y sus repercusiones.
El viaje metafórico, inverosímil y novelesco donde los personajes se habían aventurado, petrificado en lo matérico, en el peso de lo escultórico, paradójicamente se dilata en estampida. Tanto personajes como artefactos se sumergen en un itinerario de nuevas contingencias. Flotan o se aferran a un cosmos de extraña naturaleza, ensimismados y casi irreales. Esa suerte de realismo mágico neoexpresionista, carnalizado, viene a cristalizar la ecuación de un artista que reacomoda sus perspectivas atenido a las coyunturas –implacables– de su vida personal. Se equilibra en esta magistral «jugada» su visión de lo local y lo universal, del contenido y su expresión, de lo sensorial y lo especulativo.
Desacralizador, alucinante en su lúdica imaginación, Pedro Pablo nos introduce, a través de estos bronces fundidos con impecable preciosismo técnico, en un arsenal de viejas y nuevas fabulaciones. El fuego, inclemente y purificador, debió haber exorcizado los fantasmas… Diecisiete esculturas, rotundas en su clásica proyección espacial, conforman un conjunto sorprendente, en ciertos momentos perturbador, que de seguro estimularán en el público el irreprimible impulso de rozarlas. El subterfugio de trastocar los roles, de enmarañar las naturales relaciones de proporción y dependencia nos involucra una vez más, invitándonos a compartir ilusiones y desesperanzas.
Caperucita, Clementina, Lucas, Bustelo, novias, héroes, gatos, y hasta Matías Pérez, integran, desde sus particulares corporizaciones, este hermoso concierto del pródigo mundo de Pedro Pablo. No podrían faltar, entonces, su sempiterno Martí de inconmensurable ternura ni el equilibrista de todas las batallas, el entrañable Fidel. Peregrinos ambos de la vida y de la muerte. Nómadas de un mundo que denodadamente se empeñaron en transformar.
El artista, artífice de las mixturas, alquimista de emociones y sentimientos, nos asoma a un cosmos particular. No es de extrañar, entonces, que susurre al oído de Clementina esperando que plácidamente abra los ojos… o que inquiera al gran Bustelo y le comparta sus conquistas. Tampoco sería imposible verlo enrolarse con Matías Pérez en su viaje de ensueños, o encaramado al borde de la gran sombrilla donde todos, alguna vez, hemos iniciado un viaje –real o imaginario– hacia recónditos o inciertos territorios. Una travesía que nunca emprendemos solos, pues como toda expedición humana, acarrea el lastre que hemos acumulado durante la propia existencia.
La naturaleza cómplice de su trabajo y de su vida ha hecho de Pedro Pablo un artista polifacético, sentencioso y atrevido. Ese hombre apegado al terruño de su natal Pinar del Río, que viene a confirmarnos, en cuerpo y alma, su avasalladora voluntad creativa y su inagotable provisión de especulaciones. Quizás sea, tal y como aseveró hace algunos años, porque «la vida decanta, y permanecer es dado solo a quien logra tener el encanto de una hoja pequeña de tamarindo.»
Isabel María Pérez Pérez
Crítica y Curadora de Arte
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